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Objetividad y
subjetividad en el conocimiento científico
Alberto R. Kornblihtt
Laboratorio de Fisiología y Biología Molecular, Departamento
de Ciencias Biológicas,
Facultad de Ciencias Exactas y Naturales, Universidad de Buenos Aires
La práctica de la investigación científica está
indisolublemente ligada a una concepción materialista del mundo. El
materialismo da por sentado que la realidad existe independientemente
del observador. Consciente o inconscientemente, los científicos somos
materialistas y ante la pregunta de si es posible conocer la realidad,
la mayoría de nosotros responderemos que sí. En todo caso
aceptaremos que nuestro conocimiento tiene un cierto grado de error o
imprecisión, que las verdades científicas son necesariamente
transitorias y que en algunos casos la magnitud del error puede
incluso ser tan grande como para tergiversar la observación misma. No
obstante, no dudaríamos en afirmar que ciertas teorías científicas
(como la de la redondez de la Tierra por ejemplo) han sido confirmadas
por un número tal de observaciones experimentales independientes que
atestiguan que somos capaces de adquirir un conocimiento objetivo,
aunque aproximativo y parcial, de la naturaleza. Antes de ser acusado
de burdo cientificista y positivista por algún lector más ducho que
yo en temas filosóficos, quisiera dejar en claro que los
científicos, en tanto que «sujetos investigantes» influimos
fuertemente sobre el «objeto investigado». Nuestra influencia es
inevitable. Después de todo la ciencia es un invento de los humanos
y, al ser practicada por sujetos (del latín subjectus) es
literalmente «subjetiva». Lo importante es ser conscientes de la
existencia de factores subjetivos y de su magnitud.
¿Por qué reflexionar sobre estos temas, aparentemente tan
elementales, en los comienzos del siglo XXI cuando desde Galileo a
nuestros días la ciencia ha venido dando pruebas irrefutables de su
solidez? La respuesta es que por diversos flancos la ciencia está
siendo atacada. Desde el post-modernismo, la new age, la pseudociencia
y la ignorancia se pregona el relativismo cognitivo y se acusa a la
ciencia de los males de la humanidad. Ante el ataque, muchas veces la
ciencia calla ensoberbecida o dormida en sus laureles.
Según Sokal y Bricmont1 relativismo es toda filosofía que pretenda
que la validez de una afirmación es relativa a un individuo y/o a un
grupo social. El relativismo es cognitivo cuando se refiere a
afirmaciones sobre lo que existe o no existe. Como todo conocimiento
es, según ellos, necesariamente subjetivo, las afirmaciones
científicas no son más que el acuerdo de muchas subjetividades: si
todos afirman ver al rey vestido, «el rey está vestido». Los
citados autores desnudan la falacia del relativismo a ultranza con un
ejemplo lamentablemente más contemporáneo que el de la centenaria
parábola de los hábitos del rey. En un folleto dedicado a la
formación de docentes secundarios en Bélgica se define al término
«hecho» como una interpretación de una situación que nadie, al
menos en ese momento, quiere cuestionar. Prueba de ello, dice el
folleto, es que en el lenguaje común «un hecho se establece», lo
que demuestra que se trata de un modelo teórico que se cree
apropiado. «La computadora se encuentra sobre el escritorio» o, «si
se hierve agua, ésta se evapora» son consideradas proposiciones
factuales que nadie quiere contradecir en un dado momento. El folleto
raya con el absurdo afirmando que «durante siglos se consideró como
un hecho que el Sol giraba alrededor de la Tierra. La aparición de
otra teoría como la de la rotación de la Tierra involucra el
reemplazo de un hecho por otro» (sic). Los autores del folleto no
quieren admitir que un hecho es algo que ocurre fuera de nosotros,
nuestra conciencia y nuestra interpretación. Confunden hechos con
conocimientos. Según ellos parecería que la Tierra gira alrededor
del Sol sólo después de Copérnico! Aun si estuvieran hablando de
conocimientos, el relativismo desemboca en el «vale todo». Todo
conocimiento resulta válido siempre que esté avalado por un grupo de
personas que se ponen de acuerdo. De ahí hay sólo un paso a
considerar que cuanto más personas afirman algo, mayor es el valor de
esa afirmación. Como si las verdades científicas pudieran votarse y
se aceptara como cierta a la más votada!
Los peligros de un hipersubjetivismo, ejemplificado por el relativismo
cognitivo, son comparables a los de un hiperobjetivismo que desconozca
la influencia del observador sobre lo observado. Mientras las ciencias
naturales son más proclives a caer en el hiperobjetivismo, el
relativismo cognitivo despliega su artillería pesada sobre las
ciencias sociales, tratando de vaciarlas de rigurosidad, de
metodología de investigación y de posibilidad de verificación de
sus postulados y teorías. Tamaña injusticia para las ciencias
sociales, donde los objetos de estudio son de por sí más elusivos
que los de las naturales.
El gran debate entonces es sobre subjetividad y objetividad en
ciencia. El filósofo de la ciencia canadiense Michael Ruse2 trata de
responder a la pregunta de si la ciencia obedece a ciertas normas o
reglas desinteresadas que nos garanticen averiguar algo acerca del
mundo real o si por el contrario es un reflejo de las preferencias
personales o culturales. Los subjetivistas o constructivistas sociales
(para quienes el conocimiento científico no es más que una
construcción social) aducen que la ciencia está llena de valores:
sexuales, étnicos, religiosos y políticos. Los objetivistas también
abogan por valores que garanticen una tendencia hacia el conocimiento
objetivo. Ruse denomina a estos últimos valores epistémicos, en
tanto que los primeros son los valores no epistémicos. Según Ruse es
posible analizar en cada cuerpo teórico y en la actividad de cada
científico los valores epistémicos y no epistémicos de su ciencia.
Haciendo uso de una metodología analítica, criticable quizás por la
extrema simplificación de un problema complejo, Ruse, siguiendo a E.
McMullin, presenta un listado de valores epistémicos deseables en
toda teoría científica:
1. Precisión predictiva
2. Coherencia interna y consistencia externa
3. Poder unificador
4. Fertilidad
5. Simplicidad, elegancia y parsimonia
La persistencia predictiva es quizás el carácter más relevante de
toda teoría científica. No se trata de predecir eventos futuros como
si fuéramos adivinos, sino más bien de predecir eventos actuales
desconocidos hasta el momento del desarrollo de la nueva teoría.
Coherencia interna significa que todos los elementos que forman el
cuerpo de la teoría no deben contradecirse. Por otra parte, la
teoría debe ser consistente con cuerpos científicos y leyes externos
a la misma. Por ejemplo, la naturaleza química de la información
genética (ADN) debe ser consistente con el segundo principio de la
termodinámica. O, en otro ejemplo, toda pretendida base científica
de la homeopatía debería ser consistente con la ley de acción de
masas, es decir con el hecho de que las masas de los productos de una
reacción química son proporcionales a las masas de los reactantes.
El poder unificador implica reunir elementos u observaciones que antes
se suponían no relacionados.
La fertilidad reconoce la propiedad de toda teoría científica de
abrir nuevos caminos los cuales, a su vez, posibiliten nuevas teorías
y predicciones.
Simplicidad, elegancia y economía de asunciones (parsimonia) son
valores deseables pero que deberían encuadrarse entre los no
epistémicos por el alto grado de subjetividad en su definición.
Tomando como modelo la teoría de la evolución, Ruse analiza en qué
medida los valores epistémicos han desplazado a los no epistémicos
en diversos científicos. No obstante, como ya se mencionó, ese
desplazamiento nunca es absoluto. En algunos casos lo cultural o no
epistémico persiste promoviendo a lo epistémico. A estos valores no
epistémicos que no forman parte esencial de la ciencia sino que se
ubican alrededor de la ciencia y contribuyen a su fortaleza
epistémica Ruse los llama metavalores. La historia de la familia
Darwin nos ayudará a aclarar un poco más estos conceptos. Erasmus
Darwin (1731-1802), el abuelo de Charles, fue un precursor en la
teoría de la evolución de los seres vivos. Su fervor evolucionista,
plasmado en poemas y en una prosa más literaria que científica, no
tenía ninguna base observacional ni planteaba predicciones. El
registro fósil era desconocido en sus tiempos por lo cual no se le
puede pedir consistencia alguna con hechos que le eran ignorados. Es
difícil encontrar valores epistémicos en sus afirmaciones y el hecho
de que hayan resonado con hallazgos posteriores no pasaría de mera
casualidad, a menos que... A menos que hurguemos en la influencia no
epistémica de su ciencia. Entonces descubrimos que Erasmus no era
teísta (cristiano, judío, musulmán, etc.) sino deísta y por lo
tanto, como muchos en su época en Inglaterra, no creía en un dios
que se manifiesta a través de intervenciones divinas (milagros,
ángeles, mesías) sino en un Unmoved Mover, es decir, un dios que dio
el puntapié inicial para poner el mundo en movimiento y luego se
apartó, un dios que pudo hacerlo todo sin quebrar las leyes
naturales. En este contexto, la evolución de Erasmus Darwin aparece
como la apoteosis del deísmo ya que es el triunfo de la ley no
quebrantada. Todo esto, sumado a la metáfora industrial preponderante
hacia fines del siglo XVIII, donde la excelencia y el progreso humano
son valores hacia los cuales debe de haber «trabajado» la
evolución. Muy diferente es el caso del nieto Charles (1809-1882). Su
teoría de la evolución está fundamentada en múltiples
observaciones, es consistente con los hallazgos geológicos de la
época referidos al registro fósil y con observaciones
biogeográficas no explicables por ninguna otra teoría alternativa,
predijo eventos contemporáneos a la teoría pero desconocidos para el
autor y sería difícil en pocas palabras resumir la magnitud de su
poder unificador en las ciencias biológicas y su inacabada fertilidad
desde la publicación del Origen de las especies en 1859 hasta el
desciframiento de la secuencia del genoma humano en 2001. No hay duda
de que lo epistémico domina. No obstante, como su abuelo, Darwin
también era deísta. Mas el dios de Charles Darwin no es parte su
ciencia. Según Ruse, el deísmo de Darwin funciona como un metavalor
cultural que, lejos de ser determinante en el contenido de su ciencia,
resuena de manera no conflictiva con la misma, en definitiva
reforzándola.
En medio de esta maraña de búsqueda del conocimiento objetivo
inevitablemente atravesada por lo subjetivo, cabe preguntarse qué es
lo que nos motiva a gentes de tan distintas culturas, creencias,
religiones e ideologías a hacer ciencia. Probablemente se trate de la
natural necesidad de los humanos (aunque seguramente presente en otras
especies) por conocer el mundo que los rodea, canalizada de un modo un
poco más sistemático en los científicos. Cuando ese conocimiento
del mundo es realmente novedoso, y no un mero reconocimiento de lo ya
conocido, se convierte en transformador tanto de nuestra visión del
mundo como de la propia realidad física. El grado de importancia,
apoyo, buen o mal uso que se le da al papel transformador de la
ciencia ya son harina de otro costal, un costal con escasos valores
epistémicos.
Dirección electrónica: Alberto R. Kornblihtt.Laboratorio
de Fisiología y Biología Molecular, Departamento de Ciencias
Biológicas,Facultad de Ciencias Exactas y Naturales, Universidad de
Buenos Aires
e-mail: ark@bg.fcen.uba.ar
Bibliografía
1. Sokal A, Bricmont J. Impostures Intellectuelles. París:
Editions Odile Jacob, 1997
2. Ruse M. Mystery of Mysteries. Is Evolution a Social Cons-truction?
Cambridge MA: Harvard University Press, 1999
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