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La muerte cerebral y la
muerte
Carlos
R. Gherardi
División Terapia
Intensiva, Hospital de Clínicas José de San Martín, Facultad de
Medicina, Universidad de Buenos Aires
El diagnóstico de muerte cerebral sigue siendo conflictivo para la
sociedad y para la medicina a pesar de haber transcurrido casi treinta
años desde que fuera propuesta como una alternativa frente a la
clásica y tradicional muerte cardiorrespiratoria. El célebre informe
del Comité de la Escuela de Medicina de Harvard publicado en 19681
propone por primera vez definir el hasta entonces llamado coma
irreversible como un nuevo criterio de muerte, y reconoce como
motivación esencial para esta propuesta la «carga o el peso
(burden)» que significaban los pacientes con cerebro dañado severa e
irreversiblemente y la «controversia» existente para obtener
órganos para trasplante. Para la medicina y para la sociedad este
hecho significó la internalización de una nueva definición que
cambió el concepto y el criterio sustentado hasta entonces y que se
basaba en la completa interrupción del flujo sanguíneo (paro
cardíaco o asistolia) y la cesación consecuente de las funciones
vitales (respiración, ruidos cardíacos, pulso, etc.). El corazón ya
no podía ser considerado el órgano central de la vida y la muerte
como sinónimo de ausencia de latido cardíaco. Se elegía el cerebro
como el órgano cuyo daño debía definir el final de la vida.
Los requerimientos y pruebas diagnósticas que demostraran la
detención en las funciones del cerebro fueron establecidos
taxativamente en el informe Harvard: coma (ausencia completa de
conciencia, motilidad y sensibilidad), apnea (ausencia de respiración
espontánea), ausencia de reflejos que involucren pares craneanos y
tronco cerebral, y trazado electroencefalográfico plano o
isoeléctrico. Cumplidas estas condiciones durante un tiempo
estipulado, y previo descarte de la existencia de hipotermia o
intoxicación por drogas depresoras del sistema nervioso, debía
diagnosticarse la muerte ahora «cerebral» y suspenderse todo método
de soporte asistencial.
A partir de 1968 y en sucesivos documentos publicados sobre este tema
en la década del 802, 3 se fundamentó la abolición de la función
cerebral completa (whole brain criterion) como paradigma de la muerte
en tanto significaba la cesación de la función integradora del
organismo como un todo. La cesación en su actividad de las neuronas
responsables de la organización de los principales sub-sistemas
orgánicos proveyó, en la hipótesis de Bernat de 19814, el sustento
conceptual de una determinación tomada trece años antes. A partir de
entonces, y a propuesta de la Comisión Presidencial, en el Acta sobre
la Definición de la Muerte se considera como muerte a: 1) la
irreversible cesación de la función circulatoria o respiratoria y 2)
la irreversible cesación de la función cerebral completa. Esto
último implicaba tanto las funciones corticales (coma, ausencia de
motilidad voluntaria y sensibilidad) como aquellas dependientes del
tronco cerebral (reflejos que involucran pares craneanos, ausencia de
respiración espontánea). Con este acuerdo la certificación de la
muerte cerebral no requería del cese de la circulación que sólo
ocurre al cabo de unas horas o días según se retiren inmediatamente
todos los métodos de soporte vital o se mantengan hasta la ablación
de los órganos involucrados.
A partir de entonces el estudio de ciertas funciones encefálicas ha
comprobado la fragilidad científica del concepto clínico del cese de
la función cerebral total y completa, ya que la exploración
minuciosa en casos de muerte cerebral verifica un correcto
funcionamiento neurohormonal (regulación hipotalamohipofisaria), se
registra actividad cortical a través del trazado
electroencefalográfico, se evidencian resultados variables en los
estudios de potenciales evocados multimodales y se ha probado la
existencia de respuesta hemodinámica frente a estímulos externos5-7.
Asimismo otros estudios realizados con SPECT, RMN, centellografía
planar, angiografía, pruebas de estimulación hormonal, ecografía
transcraneal, consumo de oxígeno cerebral y potenciales evocados
permiten adelantarse en forma predictiva al establecimiento de la
muerte cerebral pero no a precisar su diagnóstico. Estos hechos han
puesto en duda actualmente el concepto de cese completo e irreversible
de la función cerebral8 y el criterio inicial sustentado se ha
modificado en el sentido de no ser necesario la abolición de la
función de cada una de las neuronas, y ni siquiera de muchas de
ellas, sino sólo de un número crítico en la corteza, diencéfalo y
tronco que son responsables de integrar las funciones del organismo
como un todo9.
En nuestro país la ley N° 21.541/77 y su reglamentación expuso las
condiciones requeridas para el diagnóstico de muerte cerebral,
siguiendo los lineamientos del informe Harvard, pero durante un largo
período esta certificación sólo fue válida en aquellos pacientes
cuyos órganos fueran requeridos para ser trasplantados. Sólo a
partir de una nueva ley de reformas (Ley No 23.464/87 después
ratificada por la Ley No. 24193/93) se igualó a todos los hombres en
la determinación formal de la muerte, con prescindencia del destino
de sus órganos.
En general en las legislaciones de los distintos países se tiende a
disminuir los requerimientos que exijan alguna tecnología, aun la
necesaria para tomar un electroencefalograma que explora la actividad
cortical, como en Gran Bretaña donde es suficiente la demostración
clínica de la lesión troncal10. Actualmente en Dinamarca, que fue el
último país europeo en aceptar la muerte cerebral en 1990, todavía
existen dos standard de muerte, la cerebral para la donación de
órganos para trasplante y la cardíaca para toda otra situación.
La aparición de la muerte cerebral como un estricto diagnóstico
neurológico ante cuadros claramente irreversibles, permitió la
inmediata creencia de que estábamos en presencia de un nuevo adelanto
médico capaz de descubrir por el método científico el verdadero
sustrato de la muerte. La irrecuperabilidad e irreversibilidad de este
cuadro prestó absoluta credibilidad a la interrupción del soporte
vital: en efecto, la muerte por asistolia ocurriría en pocos días
indefectiblemente. No obstante estos cuerpos no parecen muertos (look
dead), se ha demostrado que la prosecución del tratamiento de sostén
en algunos casos permiten «sobrevidas» superiores a los doscientos
días, las mujeres embarazadas con fetos no viables al tiempo de la
patología cerebral han permitido —luego de varias semanas— el
nacimiento de recién nacidos normales y el esperma de varones es apto
para la fertilización.
Desde el comienzo de esta nueva etapa resultó claro que el tema en
cuestión no era simplemente un problema médico o científico sino
que afectaba a toda la sociedad requiriendo una profunda reflexión
sociológica y moral. Ya R. Morrison argumentó en 197111 que este
fenómeno final no era un evento sino un proceso continuo, gradual y
complejo que excedía la biología y la medicina y que todo acuerdo
sobre este punto necesitaba, además de una intensa indagación
filosófica, ética, legal y social, ser asumido y comprendido por la
sociedad, quien en definitiva tendría que delinear y aceptar el nuevo
concepto sobre la misma. Sin embargo, la circunstancia inicial de
denominar como muerte a la nueva situación y ciertos desarrollos
conceptuales posteriores impidieron quizá un adecuado conocimiento
sobre la naturaleza íntima de los hechos. S. Youngner12 se pregunta
con razón si al declarar a estos pacientes muertos, en lugar de
plantear la necesidad de la interrupción del soporte vital o la
ablación de órganos para permitir la llegada de la muerte, no
significó una tergiversación conceptual para toda la sociedad.
La caracterización neurológica del estado vegetativo persistente
(EVP) y de la anencefalia —su equivalente lesional en los niños—
identifica un grupo importante de pacientes en los que se plantea
frecuentemente importantes problemas de decisión médica. En estos
casos, en que no se cumplen los requisitos de la muerte cerebral
(idemnidad del sistema reticular activador del tronco cerebral), se
verifica un deterioro irreversible de las funciones corticocerebrales
superiores: tienen permanentemente abolida la conciencia, la
afectividad y la comunicación con conservación de los ciclos
sueño-vigilia, de los reflejos y movimientos oculares, de la
respiración espontánea y de los reflejos protectores del vómito y
de la tos13, 14. La existencia de este grado de lesión neurológica
cerebral superior ha dado origen al criterio de muerte neocortical
(high brain criterion) sustentado en la pérdida de las funciones
cognoscitivas superiores, que tienen su asiento en la corteza5-8. En
estos casos la suspensión de la hidratación y la nutrición provoca
la muerte por paro cardíaco en un lapso de 10 a 15 días.
Si se examina reflexivamente el problema desde el informe Harvard
hasta nuestros días se puede ver como un continuo todo este proceso
que se inicia por la posibilidad de reemplazar con soporte externo la
casi totalidad de las funciones vegetativas en pacientes en coma
permanente con diverso grado de lesión neurológica. La
visualización de la muerte cerebral como el establecimiento cierto de
un límite convencional en la asistencia médica permitiría una mayor
comprensión de esta situación. La rápida aceptación de este
criterio cerebral para la interrupción de la asistencia respiratoria
mecánica o el soporte circulatorio se debió justamente a que se
proponía una solución para un problema grave y cierto. Del mismo
texto del informe Harvard surge que ante determinadas circunstancias
hubo una imperiosa necesidad de establecer un límite en la atención
médica. Por un lado la carga (burden) para el paciente o para otros
(familia, hospitales, falta de camas para pacientes recuperables)
prestó el fundamento lógico para el planteo efectuado. Por otro el
no saber claramente cuando era razonable efectuar la ablación de
órganos para trasplantes.
Quizá la ausencia de comprensión y aceptación plenas de la muerte
cerebral por parte de la sociedad ocurra por el desconocimiento de
parte de esta realidad que tratamos de describir. Si la muerte
cerebral se viera como un límite convencional, que exige la
suspensión de acciones fútiles, el temor de algunos podría ser que
fuera considerado como la primer práctica de eutanasia pasiva que
debió aceptar la sociedad. Si en cambio se la ve como un fenómeno
exclusivamente médico no se plantea la verdad en su totalidad y se
excluye a la sociedad de un debate y un acuerdo en el que debe
participar porque el tema le atañe absoluta y completamente.
La muerte ya no es más un evento terminal y ajeno que llega
espontáneamente sin nuestra intervención; no sólo ha cambiado su
definición formal en la mayoría de los países (y quizá pueda aún
cambiar) sino que además podemos influir en su llegada por la acción
u omisión de nuestros actos médicos, por la utilización de órganos
para los planes de trasplante y por la política de asignación de
recursos. Considerada como un límite es más fácil admitir y
comprender que la muerte cerebral es una convención que determina la
aproximación de la muerte más que la muerte misma, y que dada la
irreversibilidad del cuadro puede ser ciertamente aconsejable aceptar
su existencia para evitar sufrimientos y para donar órganos. Sin duda
será más difícil debatir un problema tan complejo como éste, en el
marco del principio de autonomía que la sociedad rescató para sí,
que imponer autoritariamente una verdad absoluta que no es tal.
Así las cosas, desde hace varios años existe un permanente reexamen
del problema desde el punto de vista bioético. Muchos eticistas,
médicos y filósofos, se han preguntado por qué tomar en cuenta la
falla neurológica que regula la homeostasis de las funciones
vegetativas, como el caso de la respiración, para definir la muerte y
no simplemente la pérdida irreversible de la conciencia que es la que
define absolutamente la naturaleza y condición humanas5, 8. Este
criterio cerebral superior (high brain criterion) da sustento a la
hipótesis de muerte neocortical que abandona completamente el sentido
puramente biológico de la vida y prioriza en cambio los aspectos
vinculados a la existencia de la conciencia, afectividad y
comunicación como expresión de la identidad de la persona15. Cuando
queda abolida totalmente la conciencia como en el EVP la persona
desaparece quedando en cambio el cuerpo biológico que la albergó. El
desarrollo filosófico de la diferenciación entre el concepto de
persona y organismo también puede enriquecerse a partir del estudio
de la ontogénesis del cerebro humano desde el embrión hasta el
lactante en donde se establece la existencia de cuatro fases
evolutivas secuenciales; organismo, individuo biológico, ser humano y
persona16. La distinción entre ser humano y persona como conceptos
bien diferenciados desde el punto de vista ontogenético ayudará a la
comprensión de los fenómenos operados en el fin de la vida cuando se
producen diversas afectaciones del sistema nervioso central.
La definición de la muerte como una convención acordada nos conduce
al problema de las decisiones sobre el morir o lo que es lo mismo
sobre el cese de la vida. Esta decisión implica siempre el
no-tratamiento y esto ya es así en la muerte cerebral cuando se
autoriza el retiro de un respirador y todo otro tipo de asistencia o a
la ablación de órganos. El no-tratamiento en este caso se basa en la
futilidad de las acciones médicas cuando están dadas las condiciones
que fueron propuestas por el informe Harvard. En el análisis de la
futilidad médica no interesa la naturaleza de la acción sino la
pertinencia del objetivo terapéutico y en la muerte cerebral todas
las acciones no son conducentes en principio a ningún objetivo por la
irreversibilidad del cuadro. En cambio el verdadero objetivo de su
diagnóstico es permitir la extracción de órganos o la llegada del
paro cardíaco.
En estos últimos años se ha planteado el no-tratamiento para
pacientes menos afectados neurológicamente pero con igual pérdida de
su identidad personal como en el EVP aunque en este cuadro no existan
tests diagnósticos seguros ni marco legal continente17. En EE.UU. se
han autorizado judicialmente muchos casos de no-tratamiento en EVP
(retiro de asistencia respiratoria y de la hidratación y nutrición)
atendiendo a las conocidas preferencias del paciente o por solicitud
de los familiares, para permitir la llegada de la muerte. Asimismo
recientemente se ha examinado la posibilidad de que los niños
anencefálicos fueran donantes de órganos con el debido
consentimiento familiar y pese a no cumplimentar los requerimientos de
la muerte cerebral18. A pesar de ello, en ambos casos no es la
situación legal la que resuelve la situación moral. La ley podrá
definir la condición legal del paciente pero la vida y la muerte son
algo más que problemas legales.
Pero si es difícil considerar como muertos en la muerte cerebral a
pacientes que son capaces de mantener funciones vegetativas tan
importantes como para viabilizar un feto durante un tiempo a veces
prolongado, aunque con un respirador mecánico, cuánto más difícil
será aceptar en el EVP que no viven cuerpos que respiran, mantienen
los ojos abiertos por momentos y son capaces de deglutir y toser. Sin
embargo, es cierto que ambos grupos de pacientes han perdido el único
atributo que los identifica como persona: su conciencia, afectividad y
capacidad de comunicación8-15.
Esta misma reflexión puede hacerse desde el punto de vista
estrictamente médico y ya hemos mencionado las controversias que se
han suscitado sobre la misma muerte cerebral en este periodo de casi
treinta años. Podrá argumentarse, desde un punto de vista
formalmente científico o jurídico, que no es no-tratamiento lo que
se efectúa en la muerte cerebral pero en términos reales ocurre
ciertamente una interrupción (límite) en la atención médica frente
a una situación clínica claramente convencional. El debate es ahora
mucho mayor en el EVP existiendo casos en que los propios médicos han
solicitado judicialmente en EE.UU. el no-tratamiento cuando no han
tenido el debido consentimiento familiar. También aquí debemos decir
que la vida y la muerte son algo más que problemas médicos o
científicos.
En todas las situaciones que examinamos, más allá del debate ético,
médico o legal se debe enfrentar un problema práctico: la
definición existente sobre la muerte cerebral y cualquier otra
basadas en la afectación del cerebro superior no permite el
enterramiento del cuerpo (cadáver) mientras no se haya producido el
paro cardíaco. A la ausencia de actividad circulatoria (asistolia),
que tradicionalmente definía la muerte y hoy sólo es un requisito
para disponer el enterramiento del cadáver, se llega en la muerte
cerebral por el abandono de todos los métodos de asistencia en pocas
horas o días, mientras que en el estado vegetativo persistente son
necesarios 10 a 15 días desde la suspensión de la hidratación y
nutrición.
Toda esta compleja situación que se genera en la práctica ha llevado
a algunos autores19 a obviar la discusión sobre cuando ocurre la
muerte y proponer en cambio una respuesta para cada una de las tres
preguntas centrales: a) cuándo se puede suspender el cuidado del
paciente, b) cuándo pueden extraerse los órganos para trasplante y
c) cuándo es posible el enterramiento del cuerpo. Para Halevy y
Brody19 los médicos debieran estar autorizados a suspender
unilateralmente el tratamiento ante la pérdida irreversible de la
conciencia, —situación discutible porque margina al paciente o a su
representante en la determinación de la futilidad de una acción
médica—, y la ablación podría efectuarse cuando se cumplan los
criterios clínicos hoy vigentes de muerte cerebral— aunque hoy se
propone la posibilidad de efectuarla en situaciones como en la
anencefalia18. La tercer pregunta es la que tiene acuerdo unánime:
para enterrar el cuerpo es condición necesaria el paro cardíaco.
Finalmente en el análisis ético del «permitir morir» se debe
considerar que, más allá de los métodos que deben suspenderse, la
toma de decisión sobre la muerte se encuentra en el marco del
«derecho a morir» de cada paciente. El consenso moral, médico y
legal que tiende a producirse sobre las decisiones del morir debiera
cumplir tres principios fundamentales: el pleno conocimiento de la
sociedad sobre la necesidad del establecimiento de un límite
convencional en la atención médica en determinadas circunstancias;
el respeto por las preferencias del paciente; y que la aplicación de
alguna regla no permita arbitrariamente la muerte programada de
minusválidos mentales o físicos.
Será muy difícil aceptar moralmente si existen varios tipos de
muerte (la cardiorrespiratoria tradicional, la cerebral actual y
alguna otra), aunque necesitemos una definición médico-legal
aceptable de la muerte real. Lo importante y trascendente es que la
muerte será siempre una sola y que su interpretación y significado
es un problema filosófico que no tiene una respuesta biológica ni
médica. Resulta todavía impensable o por lo menos muy lejano el
tiempo en que sea posible encontrar una solución que ponga fin a la
incertidumbre que hoy tenemos sobre todos los aspectos que se
relacionan con la vida y la muerte. Sólo el pleno debate nos
enriquecerá y ninguna decisión deberá tomarse en cada caso sin el
absoluto respeto por el paciente o su representante. El derecho a
morir y el derecho a vivir sólo le pertenecen a cada uno.
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