“Recuerdo el día en que mi madre me dijo: ‘¿Para qué estudias la fiebre amarilla si ya contamos con una vacuna?’ Tenía razón, por supuesto, pero ese virus nos despertaba una gran curiosidad y seguimos adelante. La experiencia con la fiebre amarilla nos abrió el camino para nuestro trabajo sobre la hepatitis C y, para mí, eso ejemplifica la importancia de contar con opciones de investigación muy diversas ya que nunca se sabe lo que nos espera por delante. También enfatiza la importancia de apoyar y promover la investigación fundamental, la que responde a la simple curiosidad, porque esta es la que impulsa los grandes progresos de la medicina”. Quien así se expresa es Charles Rice de la Rockefeller University en New York, EE.UU. que acaba de recibir el Premio Nobel de Fisiología o Medicina 2020 compartido con Harvey Alter, de los National Institutes of Health de Bethesda, Maryland, EE.UU. y con Michael Houghton, actualmente en la Universidad de Alberta en Canadá. Los trabajos de los laboratorios de estos científicos, desarrollados en el transcurso de las últimas cuatro décadas, han develado las características de una peligrosa infección que afecta al hígado y que, muchas veces, termina causando cirrosis y cáncer hepático.
Desde mediados del siglo pasado se conocía el hecho de que quienes recibían transfusiones de sangre experimentaban un alto riesgo de contraer infecciones hepáticas. A fines de la década de 1960 se comprobó que esta hepatitis postransfusional es diferente de la hepatitis aguda, en general autolimitada, causada por un virus que se transmite por el agua y los alimentos que fue más tarde denominada hepatitis A. En 1967 Baruch Blumberg descubrió que la hepatitis postransfusional, conocida como hepatitis B también es causada por un virus. Se trata en este caso de una infección crónica, generalmente contraída no solo por las transfusiones sino también al nacer o por el uso de drogas intravenosas que, a menudo, causa cirrosis o cáncer hepático. El hallazgo de Blumberg, que le valió el premio Nobel en 1976, permitió disminuir drásticamente la incidencia de esa forma de hepatitis mediante el análisis de la sangre a ser transfundida. Durante los siguientes veinte años, se desarrollaron vacunas para prevenir ambas infecciones y fue posible lograr pruebas para el virus de la hepatitis B que hicieron que las transfusiones fueran más seguras. Efectivamente, las tasas de hepatitis se redujeron a la mitad, un avance importante. Pero los pacientes transfundidos seguían teniendo una posibilidad entre cinco de desarrollar hepatitis, un riesgo inaceptable.
En la década de 1970 Harvey Alter, trabajando en los National Institutes of Health de Bethesda, Maryland, EE.UU. donde había colaborado con Blumberg, pudo demostrar junto con sus colegas que esas hepatitis no se debían a ninguno de los dos virus conocidos hasta entonces, el A y el B. En un estudio sistemático de más de 100 pacientes con hepatitis asociada a transfusiones que demostró no ser hepatitis A ni B, se obtuvieron pruebas convincentes de la existencia de otra forma de hepatitis a la que llamaron hepatitis “no A, no B”. Infundiendo sangre de esos pacientes a chimpancés, resultó posible producir hepatitis en los animales. Esto sugirió que la afección era causada por un agente infeccioso, presumiblemente otro virus. Entre 1975 y 1985, la hepatitis “no A, no B” fue ampliamente reconocida como una infección común y grave. En la actualidad, afecta a casi 200 millones de personas en todo el mundo, aproximadamente a 4 millones en los EE.UU. y posiblemente sea la principal causa de insuficiencia hepática y cáncer de hígado.
Muchos investigadores intentaron identificar el presunto agente en el laboratorio y encontrar anticuerpos contra él en la sangre. Todos esos esfuerzos resultaron infructuosos. Michael Houghton y sus colegas, entonces en el laboratorio Chiron, eligieron una estrategia novedosa y muy osada: buscar el material genético del virus en el organismo. Pensaron que si se lograba clonar uno o más de sus genes, a partir de ellos sería posible producir proteínas las que, a su vez, permitirían generar anticuerpos. Esa estrategia fue recibida con escepticismo ya que se la comparó con la búsqueda de una aguja en un pajar.
Sin embargo, Houghton junto a Qui-Lim Choo y George Kuo siguieron adelante con esa estrategia.
Extrajeron ADN y ARN de la sangre de chimpancés infectados con sangre “no A, no B”. Insertaron esos trozos de material genético en bacterias que fueron programadas para producir proteínas. Durante varios años, examinaron los productos de decenas de millones de bacterias hasta que encontraron una sola muestra de ADN que producía una proteína que se unía al anticuerpo de la sangre de infectados, pero no a la de los no infectados. Luego determinaron que el ADN responsable no era de origen humano ni bacteriano, lo que significaba que estaban en el camino correcto. De una manera sistemática y muy laboriosa, finalmente se convencieron a ellos mismos y a los demás, de que tenían un conjunto de proteínas originadas en el material genético de un nuevo organismo al que denominaron virus de la hepatitis C. Los resultados de ese estudio, publicados en 1989, proporcionaron la evidencia que permitía afirmar el origen viral de la hepatitis “no A, no B” a la que denominaron hepatitis C.
Llegado a ese punto, Houghton le pidió a Alter que le enviara muestras de sangre de pacientes con hepatitis “no A, no B”. La mayoría de esas muestras contenían anticuerpos contra las proteínas del supuesto virus de la hepatitis C, lo que demostró que este causaba casi todas las hepatitis “no A, no B”. Es decir que el grupo de Houghton en Chiron, descubrió un organismo clínicamente importante, aunque no logró cultivarlo en el laboratorio, no pudo verlo en el microscopio ni tampoco detectarlo serológicamente.
Sin embargo, el fragmento aislado permitió desarrollar en 1990 un análisis que identificaba las muestras de sangre sospechadas de transmitir los casos hasta entonces inexplicables de hepatitis, lo que redujo de manera drástica el número de personas infectadas garantizando a partir de entonces la seguridad de la sangre transfundida.
Se esperaba que ese fragmento del genoma del virus permitiera producir rápidamente una gran cantidad de virus, diseñar fármacos antivirales y generar una vacuna. Lamentablemente esto no resultó posible porque el virus de la hepatitis C se reveló como muy peculiar. Pero con su nuevo y ambicioso método de búsqueda de virus, el equipo de Houghton demostró por primera vez que era posible descubrir un agente clínicamente importante que no había sido cultivado en el laboratorio, visualizado microscópicamente o identificado ni siquiera por la técnica serológica más sofisticada. Dado que los científicos pueden aplicar este enfoque a otras enfermedades causadas por un agente infeccioso desconocido, el plan pionero del grupo de Chiron podría llegar a ser algún día tan importante como el mismo descubrimiento del virus de la hepatitis C.
Refiriéndose a esta investigación que demandó seis años para clonar un pequeño fragmento del genoma del virus de la hepatitis C, Alter señaló: “En la actualidad si el investigador no presenta la posibilidad de un logro inmediato, es muy difícil conseguir financiamiento. Especialmente para la gente joven es mucho más difícil hoy continuar sus investigaciones. Creo que esa dinámica debe comenzar a modificarse”.
Sin embargo, de los estudios de Houghton no surgía con claridad si el virus era el único responsable de la enfermedad o si requería la presencia de algún otro elemento ya que no podía ser cultivado. Este es el momento en que entra en escena el tercer galardonado con el premio Nobel, Charles Rice, quien se había formado en CalTech trabajando en la familia de virus a los que parecía pertenecer el de la hepatitis C. Cuando se anunció la obtención de ese fragmento del virus Rice, que ya trabajaba en la Universidad de Washington en St. Louis, advirtió su potencial. Su laboratorio se fijó como objetivo el obtener un genoma completo a partir de ese fragmento, lo que permitiría producir virus infeccioso en cultivo de células.
Como sucede con muchos virus del tipo que se sospechaba era el de la hepatitis C, Rice pensó que este mutaría muy rápidamente, dando lugar a variantes que no causaban enfermedad. Cuando después de muchos esfuerzos identificaron los fragmentos faltantes, confirmaron las grandes variaciones en los genomas del virus. Por eso, elaboraron una secuencia “promedio” con menos probabilidades de contener mutaciones. En 1997 Rice demostró que una versión modificada del virus –un virus de ARN de la familia de los flavivirus– era capaz, por sí sola, de provocar infección y enfermedad hepática en chimpancés. Este logro trascendental permitió que se pudiera intentar reproducir el virus en cultivo de células.
Interesado en conseguir esa reproducción, Ralf Bartenschlager en la Universidad en Heidelberg en Alemania, se propuso multiplicar solo una parte del genoma viral en las células hepáticas. Si bien esa estrategia impidió la producción de virus infecciosos completos, permitió seleccionar genomas parciales que se multiplicaron de manera eficiente.
Interesados en lograr un fármaco antiviral, una tarea que ha demostrado ser muy compleja, los químicos se pusieron a trabajar en esos genomas parciales del virus. En 2005 Michael Sofia que trabajaba en Pharmasset en Princeton, EE.UU., utilizó un tipo de compuesto que parecía especialmente prometedor porque inhibía la enzima viral que copiaba el ARN del virus de la hepatitis C. Al cabo de muchos ensayos, lograron un fármaco que se concentraba y luego se activaba en el hígado. Ese compuesto, llamado sofosbuvir, resultó ser muy eficaz contra muchas cepas del virus. Combinado con otros fármacos logra eliminar el virus en casi el 99% de los pacientes infectados al cabo de varias semanas de tratamiento, con una toxicidad mínima. Algunos beneficios para los pacientes han sido inmediatos: mejora de la función hepática y pérdida de la capacidad infectante.
Como sucede en la ciencia actual, son muchos los científicos que han contribuido al esfuerzo destinado a caracterizar el elusivo agente causante de la hepatitis C. Bartenschlager y Sofia compartieron con Rice en 2016 el muy prestigioso premio Albert Lasker – De Bakey, considerado como la antesala al premio Nobel, que se les otorgó entonces “por el desarrollo de un sistema para estudiar la replicación del virus que causa la hepatitis C y por el uso de ese sistema para revolucionar el tratamiento de esa enfermedad crónica, a menudo mortal”. Reconociendo este carácter coral de la investigación, Houghton afirmó: “La gran ciencia es a menudo producto de un grupo de personas y es importante reconocerlo”.
Como en oportunidades anteriores el otorgamiento de este premio Nobel ha recibido críticas porque muchos de quienes participaron en estas investigaciones eran también merecedores de reconocimiento.
En 2013 el propio Houghton, luego de acaloradas discusiones con la fundación Gairdner de Canadá que otorga un prestigioso premio internacional, declinó recibirlo debido al hecho de que no se reconocía a sus colaboradores Choo y Kuo. Pero en esta oportunidad señaló que sería “demasiado presuntuoso” rechazar el premio Nobel aunque volvió a destacar la contribución de sus colegas con quienes está desarrollando una vacuna contra la hepatitis C. Además, el premio Nobel fija en su reglamentación que la distinción solo puede ser compartida por tres personas.
Reflexionando sobre sus estudios sobre la hepatitis C, “Charlie” Rice señaló: “Debo admitir que la mayoría de quienes trabajamos en este campo nos sentimos cada vez más frustrados por la dificultad de hacerlo con este virus, especialmente por el lento progreso en un momento en que los pacientes necesitaban urgentemente nuevas terapias. Pero cuando finalmente llegaron los avances, las herramientas estaban disponibles para validar posibles blancos antivirales y detectar compuestos inhibidores. Se produjo rápidamente una avalancha de nuevas drogas. Los regímenes con una eficacia asombrosa y muy pocos efectos secundarios ahora están aprobados y son aplicados en la clínica, aunque todavía enfrentamos muchos desafíos de salud pública para la implementación global”. Uno no menor es el alto costo del tratamiento.
Como señaló Gunilla Karlsson Hedestam del Comité Nobel, esas terapias, junto con el análisis de la sangre utilizada en las transfusiones, “salvaron millones de vidas en todo el mundo. Por eso, el trabajo pionero de los galardonados de este año es un logro histórico en nuestra batalla en curso contra las infecciones por virus”. La disponibilidad de estos tratamientos creó la falsa idea que el problema de la hepatitis C ha sido resuelto y por esa razón el interés en la enfermedad parece haber disminuido. A pesar del hecho de que el virus fue identificado hace casi dos décadas y de permanentes intentos, no se ha logrado aún desarrollar una vacuna para prevenir la hepatitis C como si la hay para las causadas por los virus A y B. El premio Nobel tal vez contribuya a estimular el interés por estas investigaciones.
Guillermo Jaim Etcheverry
e-mail: jaimet@retina.ar
Para acceder a una bibliografía completa de los trabajos relacionados con el hallazgo del virus de la hepatitis C, consultar: “Advanced information. NobelPrize.org. Nobel Media AB 2020. Thu. 22 Oct 2020”. https://www.nobelprize.org/prizes/medicine/2020/advanced-information/